No sé en qué momento exacto dejé de buscar amigas para hacer planes de sábado y comencé a necesitar amistades que me cuidaran el alma. Tal vez fue después de una pérdida, o cuando se me rompió algo que no sabía que podía romperse. Tal vez fue en una de esas madrugadas en las que no tenía fuerzas para hablar, o tal vez simplemente crecí.
Con el paso de los años, con las caídas que nadie aplaude y los silencios que nadie nota, entendí que la amistad verdadera no hace ruido. No golpea la puerta. Tampoco exige atención. La amistad de verdad es como una enredadera silenciosa: se aferra a tus paredes cuando la casa se tambalea y te sostiene incluso cuando tú ya no puedes.

He aprendido que no se trata de tener muchas. No se trata de estar en todos los cumpleaños ni de aparecer en todas las fotos. Se trata de tener una tribu pequeña, sagrada, íntima. Mujeres con alma cálida que saben leerte los hombros encogidos y los ojos apagados. Que no celebran solo tu luz, sino que te acompañan cuando te sientes completamente a oscuras. Que no compiten, no juzgan, no pretenden entenderlo todo… solo se sientan a tu lado en medio del caos y te hacen espacio.
Una tribu verdadera no siempre tiene nombres brillantes ni historias espectaculares. Pero tiene magia. Son las que aparecen en tu casa sin invitación cuando presienten que algo está mal. Las que te traen sopa cuando el corazón se te enferma. Las que no necesitan que les expliques por qué lloras, ni te castigan por no saber explicarlo. Las que saben cuándo darte silencio, y cuándo no dejarte sola.
La lealtad inquebrantable de las amistades que se quedan
La amistad entre mujeres es medicina ancestral. Un conjuro que no necesita palabras. Una herencia silenciosa que pasa de alma a alma. Es un lazo invisible que se enreda entre tazas de café, miradas cómplices, mensajes enviados a deshoras, y risas que suenan como campanas viejas en una casa de campo.
Con ellas no hay que fingir. Puedes ser la mujer invencible que todos admiran en el día, y también la que se rompe en pedazos a las dos de la madrugada. Puedes hablar de tus logros sin temor, y también de tus vacíos sin vergüenza. Puedes mostrar tus miedos, tus contradicciones, tus preguntas sin respuestas… y aún así ser abrazada, no evaluada.
Y si hoy escribo esto, es para ellas, quienes han sido casa, espejo, abrazo, pañuelo, risa y raíz. No es solo para honrarlas, sino para recordarte —a ti que lees— que la amistad verdadera no es un lujo social, porque en un mundo que te pide tanto, ellas te recuerdan que no necesitas ser perfecta para ser profundamente amada. Cuando estés lista para mostrarte entera, sin máscaras ni defensas, la vida te pondrá en el camino a quienes estén listas para quedarse.
Gracias por ser mi hogar sin paredes.
Con amor,
Mariale.
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